25/05/2004

Estimados lectores:

Con la primavera parisina, este blog cambió de piel y se mudó a:

http://asivivo.blogspot.com/

Muchas gracias.
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21/05/2004

Así vive la bestia


En los ombligos que apuntan al cielo como parabólicas en busca del satélite Eros, en las insistentes miradas y el olor animal que llena los vagones del metro, en los poros de las piernas que se abren para respirar, en la cadenita que bailotea en el tobillo de Azul cuando la tomo por detrás, en los tatuajes que emergen desde las bombachas: todo es sexo. El calor, por fin el calor en esta parte rica e inhóspita del planeta, está de vuelta, y París no es más que una piel húmeda y alerta, una epidermis cachonda que nos envuelve.

Azul abandonó el castillo. Súbitamente. Volvió sin ganas de contar lo que pasó en los últimos días y con un cheque de 5 mil euros. Su primera venta, nunca tuvo tanto dinero junto.

El calor terminó por derretir los malentendidos y reactivar nuestra libido. Mi departamento se ha convertido en una burbuja tibia donde el tiempo ha quedado suspendido. Vivimos sobre todo de noche, instalados en el colchón, en el piso, donde está más fresco.

Funcionamos en un microclima impermeable al mundo, como si viviésemos en un lejano planeta. El lugar está habitado por un único animal, la bestia de dos espaldas. Sus movimientos son espásticos y nunca se aventura más allá del colchón. A veces se divide en dos para que una mitad busque una cerveza en la heladera.

La alimentación básica de la bestia consiste en pizza o comida china del delivery y, últimamente, consume cantidades industriales de helado Haagendas de dulce de leche, una sustancia que lame directamente del pote o desde las distintas concavidades y convexidades de la bestia misma. Lo que explica que la única sábana que recubre el colchón tenga manchas marrones muy concurridas por las primeras moscas del año.

Al pie de la cama, la televisión sin volumen. No la miramos, todo lo contrario, ella es el mudo testigo de algo que se parece bastante a la felicidad. Tratamos de aprovecharla: ya se sabe, el amor dura tres meses.

A veces, exhaustos, miramos el cielo raso. Observamos y comentamos el dibujo de las grietas, como si se tratase de dioses helénicos. Tratamos de interpretar sus formas para que nos digan qué hacer con los 5 mil euros.

La luz de la mañana (nos olvidamos siempre de cerrar las cortinas) nos abre los ojos para dejarnos ciegos. Salgo a trabajar. El calor me impide ponerme un suéter para tapar mi camisa, que no he planchado en 6 meses. Trato de que mis arrugas y mi tonta sonrisa de felicidad – lo único imperdonable en el mundo donde evoluciono – no me valgan una sanción.

(Se buscan opiniones sobre la nueva versión de este blog, echen por favor un vistazo a http://asivivo.blogspot.com/)

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15/05/2004

Mc Domingo



Faltaba media cuadra para llegar cuando el olor a aceite recalentado mezclado con la fragancia del Bic Mac inundó mis fosas nasales. Lejos, muy lejos de las imágenes que pueblan los avisos de la sociedad de los arcos dorados, veía el restaurante semivacío. Las sillas, en vez de estar ocupadas por niños rosados abriendo cajitas felices delante de padres extasiados por lo barato que salía un poco de paz, estaban ocupadas por viejos magrebíes y pordioseros que trataban de escaparle a un invierno que no se resolvía a hacer sus valijas. En una esquina, una pareja de adolescentes blancos compartía los restos de una porción de papas fritas. Ella, teñida de un amarillo cobrizo y con una visera de golfista blanca; él vestido con un jogging negro. El neón resaltaba el acné, que había hecho de su pálido rostro un paisaje lunar. A dos mesas de ahí estaba Lorena (ver archivos). Tenía puesto un tapado azul. Con los dedos desmenuzaba la puntita de una medialuna. Su café todavía humeaba, prueba que yo no estaba llegando tan tarde a la cita. No me vio, y preferí ir directo a la caja y pedir una cerveza. Una joven chica negra, cuyas formas trataban de quebrar la asexualidad del uniforme, me indicó que sólo podría servirme mis 20 centilitros de birra si pedía algo de comer. Era la ley. Lo decía como un autómata, como si ante la situación A (yo pidiendo un vaso de cerveza), un resorte B de su cabeza saltase con la frase prefabricada para esta circunstancia. Empecé a comer las papas fritas mientras trataba de adivinar por qué Lorena había ese día roto dos tabúes fundamentales: sacarme un domingo antes de las 12 de la cama y obligarme a entrar a la multinacional de la hamburguesa. Su voz había brotado por el contestador, me había extirpado del sueño y, utilizando un tono que vacilaba entre la neutralidad informativa y una desesperación que amenazaba con convertirse en llanto, me obligó a levantar el tubo del teléfono. Debí de estar muy dormido, en todo caso, probablemente porque su pedido parecía no admitir peros, accedí a salir de mi guarida, acepté cruzar media ciudad y el umbral de Mc Donald’s, a pocos metros de su casa. Intenté por lo menos negociar la sucursal, no, tenía que ser ese McDonald’s. A esa altura la curiosidad me había picado: lo extravagante y urgente de las exigencias, sobre todo de parte de la dócil Lorena, tal vez mereciesen una excepción a un par de reglas de vida.
Pensé que mi puntualidad o mis papas fritas la sorprenderían cuando deposité mi bandeja en su mesa. Apenas me dedicó una mirada y una media sonrisa. Inmediatamente siguió contemplando la calle, tal vez algo sobre mi hombro, o simplemente el vacío. Sentí que el esfuerzo herculeano que había hecho para estar ahí no era recompensado. Ensayé una queja, pero su aire grave, triste, me hicieron pensar en la muerte de algún familiar o algún tipo de drama personal. Había que ir con cuidado. ‘¿Entonces?’, le pregunté.
Bajó la mirada y la arrastró por el piso. Era plastificado con unos motivos a base de motitas azules desperdigadas sobre una superficie beige. ‘Soy una boluda, una imbécil’, soltó, como si el segundo adjetivo fuera más acusador que el primero. Necesitaba que alguien la escuchase, así que me limité a beber con mi pajita, esperando que el torrente que llevaba atascado terminase por romper el dique. Aparté las fritas, como si pudiesen ser inundadas por sus lágrimas, pero ella interpretó el gesto como un ademán solidario y tomó mi mano grasienta colocándola entre las suyas.
Se llamaba (y se sigue llamando) Dominique, es su jefe, su jefe en el taller de diseño gráfico donde trabaja. Se trata de una empresa que se ocupa de crear monos para los periódicos. Monos son los modelos de diagramación de los diarios, algo así me explicó, poco importa, no nos vayamos por las ramas, para eso están los monos. La cuestión es que desde que Lorena llegó a la empresa, al menos es lo que entendí de lo que me explicaba, se estableció entre ellos un flirt. Era más bien un simulacro de flirt. Ambos, de manera exagerada, jugaban a un ping pong de sobreentendidos y cumplidos que Lorena interpretaba como un divertimento. Siendo Dominique notoriamente casado (con una ex modelo), con veinte años más que Lorena y, sobre todo, con un look de hombre de negocios exitoso capaz de conseguirse una amante mucho más interesante que ella, Lorena aceptaba el chiste porque sabía que nada ocurriría. Además, a ella simplemente no le gustaba. Describió los gruesos pelos negros que le salían de la nariz, la panza que parecía crecer cada vez que volvía de unos de sus pantagruélicos almuerzos y de su bigote, sobre todo el bigote, una barrera física que los separaba inexorablemente. Así que él le hacía bromas sobre lo bien que la trataría en una cama; ella decía qué lástima que tu mujer y tus hijos te esperan en casa, o simplemente se lamentaba ante él de lo inútiles e inexpertos que eran los chicos con los que ella salía, de lo bien que le vendría un hombre de verdad. El chiste duró meses. Y en un momento dado, cuando Lorena se dio cuenta de que hacía un año al menos que no tenía algo parecido a un novio, hasta le pareció que el simulacro de una relación estable era un buen placebo. A las invitaciones a la cama de él, ella ya no respondía señalándole la alianza que apretaba el anular regordete, sino que decía cosas como “justamente hoy no puedo, qué casualidad”. Y un día, y era lo que no podía explicarse, dijo “bueno, vamos”. Aparentemente Dominique se puso lívido, la miró serio y se encerró en su despacho. No volvieron a cruzar una palabra durante el resto del día. Pero esa misma noche, bañado, perfumado, engominado y con una botella de vino, se presentó en la casa de Lorena. Lorena no da detalles, entiendo que la cosa fue rápida y mecánica, ni siquiera hablaron. Y así sucedió cada martes y jueves de 20 a 21, sincronizado con el noticiero.
En el trabajo, fue el fin de las alusiones sexuales, aparte de eso nada cambió. Cada tanto, él le daba algún regalo: un perfume, flores que compraba por Internet y cierta vez un libro, el único regalo que ella le devolvió. ¿Por qué aceptaba los regalos? Se decía que Dominique le repugnaba y ante sí misma prefería verse como una querida que como protagonista de una relación amorosa.
Los encuentros se repitieron durante meses con una precisión de relojería. Era algo que aceptaba, como apagar el despertador por la mañana. Durante las últimas semanas, se había dado cuenta que ni bien escuchaba el timbre, mojaba su bombacha. Se odiaba por eso.
Y llegó un martes, hacía ya dos semanas, en que a la hora señalada Dominique no se presentó. Al día siguiente ella no pidió explicaciones y él tampoco se las dio. El jueves, por alguna razón, ella ya sabría que no vendría. Cuando se asomó por el balcón para rastrear su llegada, se dio cuenta de que había caído en la trampa: estaba enamorada de ese personaje que tanto despreciaba. Lo llamó por teléfono, él atendió, ella dijo hola, se escuchó un silencio y, antes de cortar, la voz de Dominique explicándole a alguien “equivocado”. Una hora más tarde repitió la llamada, pero esta vez la recibió el contestador automático. Durante la semana pasada, Dominique la esquivó en el trabajo con la cintura de jugador de fútbol de primera división. Pero una tarde, cuando él salía de la oficina rumbo a su casa, Lorena lo siguió hasta el parking. Ella pidió explicaciones. Él la trató de niña, le dijo que ella sabía que nunca sería algo serio, que tenía familia, que se encontrara a alguno de su edad.
Una vez en su casa, Lorena buscó el número de la casa de Dominique en la guía telefónica. Atendió una voz infantil. No, mamá no estaba. Entonces Lorena le dijo que necesitaba enviar un paquete, que cuál era la dirección. La anotó y colgó. Bajó al bar y pidió una cerveza mientras que con un bolígrafo, describía en detalle los encuentros sexuales entre ella y Dominique con fechas y horas. Escribió varios borradores, mientras un mozo le cambiaba el vaso vacío por uno lleno. Envalentonada por el alcohol llegó incluso a inventarle a Dominique otras amantes y regalos extraordinarios. En el mismo bar compró un sobre y una estampilla. Tuvo que dar sólo seis pasos contado desde el umbral del bar para echarla en un buzón. Dos horas más tarde, arrodillada frente al inodoro, vaciaba sus tripas, hasta la bilis.
A las tres de la mañana, no había conciliado el sueño. El alcohol empezaba a evaporarse de su cerebro y la culpa, que había tomado la forma de la voz del niño en el teléfono, le taladraba la conciencia. Parada en el balcón, contempló el buzón donde había tirado la carta. En pocas horas, un cartero se la llevaría y una familia estallaría. Tenía que impedirlo. Pensó en tratar de convencer al empleado del correo de que le devolviera la carta, pero como ni siquiera tenía remitente no podía probar que ella era la autora. No funcionaría. Tratar de recibirla antes que la mujer de Dominique, a quien iba dirigida la carta, representaba demasiados inconvenientes. “Entonces”, le pregunté a Lorena. “ ¡No tenía alternativa!, ¿me entendés?”, me dijo, mirándome por primera vez a los ojos. “Entonces: eso”, dijo, y con la mirada me señaló el punto que ella no había dejado de observar por sobre mi hombro desde que me había sentado frente a ella. Me di vuelta y junto una cabina telefónica lo vi: el buzón amarillo del correo, negro, unos pedacitos de papel carbonizados que bailoteaban pegados a la ranura. “Ludovico, ¿te das cuenta a lo que uno puede llegar?”.

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05/05/2004

SMS



No sé cuántos días pasaron desde mi vuelta a la ciudad. Debería chequear mis posts, más de una semana en todo caso. Azul sigue ‘produciendo’, como dice ella, en el castillo. Cada día, religiosamente a las 3 de la tarde, me manda un sms. Un sms es un textito que por 15 centavos de euro uno envía con su celular.
Los mensajitos llegan sin acentos y con una puntuación incompleta debido al teclado francés. El exceso de signos de admiración y los errores de ortografía le pertenecen. El silencio es mío.

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Martes. 15:06

Holaludo. Encontre x mi sola 1 habitacion gigante! Cor fue al pueblo a comprarse un vestido x retrato. Esta tarde voy c Bruno a St Malo a comprar + pintura. Puedes pasar x casa y fijarte cuanto dinero ay en el resumen de cuenta? Bsos

xxx

Miércoles. 15:12

Anoche no pegue 1 oJo. Cor y Bru se la pasan peleando. Cor durmio conmigo. Tiene los brazos llenos de cicatrices! El retrato avanza. Te hecho de -. Pudiste pasar por casa? Escribe! Has probado ajenjo? :)

xxx

Jueves. 14:47

Por que no me escribes? Vendras al castillo maniana, si? Necesito saber cuanto tengo en el banco!!! Prometo recepcion real. Tu Azul

xxx

Viernes. 15.01

Hola, soy Azul. Te acuerdas de mi? :(

xxx

Viernes. 19:45

Puto puto puto

xxx

Sábado 02.22

Nadie responde en tu casa. Tu portatil esta apagado! Donde estas? Tengo q preocuparme? Imbecil. Me QD sin pastas. Aqui el ambiente es atroz. Ven a buscarme. Si?

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Domingo 15:05

Q te pudras en el infierno, cabron



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04/05/2004

Duro despertar



Hay pocas cosas tan perturbadoras como despertarse y descubrir una mirada observándote. Es un susto primitivo, un reflejo instintivo que hace que pases de la vigilia al alerta máximo, en un segundo saltás de cero a cien Kms por hora. Dos ojitos chicos y juntos, ligeramente achinados, me escrutaban. La mirada tenía algo de violación, máxime si tenemos en cuenta que tanto Azul como yo estaba en pelota calada. ¿Cuánto tiempo llevaba Pereira ahí parado? Tragué saliva, pero antes de poder emitir sonido alguno, dos pedacitos de carne amparados por el bigotito se movieron para decir con un fuerte acento portugués: “En 10 minutos salgo para París, el señor Bruno me pidió que le pregunte si quería que lo acerque”. Y desapareció por el pasillo sin esperar una respuesta.
Agarré el hombro desnudo de Azul y la sacudí despacio. Le expliqué la situación. Tomó mi mano y, sin abrir los ojos, dijo que se quedaría unos días, que Cordelia le había dicho que aprovechara para empezar el retrato de ella y de Bruno. Sentí que algo se había tramado a mis espaldas, pero no tenía ganas de discutir y, sobre todo, la resaca, que con la edad se volvía cada vez más violenta, no me permitía ensayar un razonamiento ante nadie, incluyéndome. Me puse la ropa, impregnada por un insoportable olor a cigarrillo y transpiración, cubierta con algunos lamparones de sustancias no identificadas y caminé hasta la “sala de los pájaros”.
La luz del día penetraba a través de unos ventanales sucios, dejando pasar unos rayos turbios que bañaban las paredes de la habitación. La violencia de la luz sumada al dolor de cabeza me impedían enfocar los cuadros que poblaban las paredes. Veía los marcos dorados y algunas ilustraciones. Me acerqué para ver un óleo pero ya los bocinazos del Mercedes Benz de Pereira me taladraban el córtex. Caminé hasta el coche y estiré la mano para alcanzar la manija de la puerta del acompañante. Pereira, sin mirarme, extendía el brazo y abría la puerta trasera. Apenas tuve tiempo de mirar hacia tras. Alcancé a ver parcialmente una estructura marrón, unos jardines con árboles muy altos, que mi ignorancia me impiden nombrar, y a Pereira 2, que ladraba mientras corría detrás del auto. Dos horas más tarde abría la puerta de mi departamento. Me tiré en la cama y me quedé frito.

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02/05/2004

Bañ(ad)era




Era como si estuviese sentado en el fondo de una calesita y alguien le hubiese dado un envión al aparato con todas sus fuerzas. A través de los párpados entornados, la débil luz de la vela parecía estallaba en mi cabeza. Traté de guarecerme aferrándome a Azul, adhiriéndome hasta moldear mi cuerpo contra su cola en la posición ‘cucharita’. Pese al frío, acentuado por la humedad del lugar, Azul seguía negándose a utilizar la sábana, un pedazo de tela de un gris indefinido pero visiblemente pringoso. Apoyé mi mano sobre su nalga derecha y después recorrí su cintura hasta su pulmón, que se hinchaba con cada respiración. Se estaba quedando dormida. Y mis fulgurantes imágenes etílicas se confundían con el prólogo de un sueño que se instalaba con torpeza. En algún momento los cables que me ataban a la realidad se desvanecía y me perdí en los pasillos oníricos de una historia absurda. No sé cuánto dormí, pero recuerdo haber sido despertado por un movimiento brusco, la silueta de Azul incorporándose y saliendo a las corridas de la habitación, seguidas por el golpeteo de sus pies desnudos sobre las baldosas del pasillo, el crujido de una puerta abriéndose con violencia, una voz de mujer exclamando ‘ah’ y el desenlace: una arcadada rematada por una catarata sólida estrellándose contra el agua. Un minuto después se escuchaba el sonido de la cadena del inodoro.
Me concentré en el sueño, pero esta vez la realidad no quería disolverse. A esta dificultad de volver atrás se le sumaba la necesidad cada vez más apremiante de aliviar la vejiga, hinchada por la retención de alcohol y, sobre todo, la voluntad de limpiar el canal que comparten orina y semen. Luché unos minutos que me parecieron horas y me rendí. Agarré la sábana sucia a modo de toga y busqué el baño. No fue difícil encontrarlo: la rubia luz emitida por algunas velas iluminaba la puerta abierta del único punto que no se había entregado a la espesa oscuridad del pasillo.
Desde ahí, con la luz, se filtraba también el cuchicheo de dos voces femeninas, apenas interferidas por momentos por el ruido de un movimiento acuático, como si alguien pasase una mano sobre la superficie del agua.
Azul, desnuda, estaba sentada en el inodoro. Tenía las piernas juntas. Sus rodillas sostenían sus codos, que a su vez aguantaban los brazos que sostenían su cara. Inmóvil, sin interrumpir su frase, me guiñó un ojo y levantó los hombros, como disculpándose. Di otro paso y escuché nuevamente el ruido del agua. A mi derecha descubrí primero la bañadera (bañera), después el rostro de Cordelia, que emergía del agua dorada por la luz de las velas. Se había atado el pelo azabache haciendo un rodete con lo que parecía un pincel. ‘El champagne’, acusó Azul, mirándome como si fuese la respuesta a una pregunta que yo le hubiera formulado. ‘No, alguna ostra en mal estado, el champagne, sobre todo cuando es de buena calidad no te puede hacer nada’. ‘¿A ti te calló mal, Ludo?’, quiso saber Azul. Atontado todavía por los vapores etílicos traté de procesar la información, pero sólo obtuve una punzada de mi vejiga’. Dadas las circunstancias pensé en buscar alguna solución alternativa a mi urgencia. Tal vez fue por la elocuencia de mi desesperada mirada, pero sin necesitar una explicación Azul me ofreció su trono. Les di la espalda y desplegué la sábana como si fuese un murciélago, tapando el espectáculo visual que mi estrepitoso chorro chocando contra el agua de la taza delataba. Cuando hube terminado, me enrollé nuevamente en la sábana y me senté en el retrete. Azul se había sentado al borde de la bañadera. Su nueva ubicación dentro del baño hacía que pudiese mirar hacia Cordelia sin tanta alevosía.
Aparentemente, Azul, y luego yo, habíamos irrumpido en el medio del baño de inmersión de Cordelia. A juzgar por el incienso, los pomos de champú y espuma abiertos y un jaboncito verdoso junto al candelabro, habíamos interrumpido un ritual personal. Las velas, ubicadas en el borde diestro de la bañera, junto a la pared, proyectaban el perfil de Cordelia contra la pared opuesta. Su cuerpo estaba sumergido a partir del principio de sus senos, y cada vez que se incorporaba para poner otro poco de agua caliente, de la superficie lechosa a causa del jabón emergía la aureola de sus pezones, duros como dardos.
Con una voz grave, lenta, sedada por el baño, Cordelia nos habló del castillo. Sabía poco, Bruno se mostraba reacio a tocar el tema, y cuando lo hacía era difícil adivinar qué era cierto entre todo lo que contaba. Entendía que lo había heredado cuando su padre, que había hecho fortuna con una fábrica de medias de nylon, murió, cuatro años atrás. Su madrastra se quedó con un departamento en Nueva York, una villa en Provenza y probablemente un par de millones. A su hermana le tocó un hotel en Córcega, un estudio en París y, como a Bruno, una renta mensual de diez mil euros. El castillo fue para Bruno que, con el estado avanzado de abandono del edificio y la fortuna que había que invertir para restaurarlo, probablemente se había llevado la peor parte. Pero Bruno no protestó, no se había hablado con el padre en los últimos quince años; sentía que le había legado mucho más de lo que podía esperar. En realidad no esperaba nada, y el día que recibió el llamado del abogado de su padre notificándole la reunión para la repartición de bienes, sintió que el mundo se le caía encima.
La distancia con el padre había surgido como una rebeldía adolescente. Había tomado la forma de una traición de clase, que se había traducido primero en discusiones cada vez más violentas en la mesa, seguidas por el abandono del hogar y la renuncia a aceptar cualquier ayuda económica por parte de la familia. Según Cordelia desde entonces trabajó en fábricas, cadenas de fast food y terminó como un aprendiz de artesano que hacía muebles para una multinacional sueca.. Perdió todo contacto con la familia, aunque sus ideas habían ido cambiando. Ahora, a su odio por la alta burguesía, se le había agregado su asco hacia la pequeña burguesía, los comerciantes, las profesiones liberales y el proletariado. Esto Cordelia no lo contaba con estas palabras, lo resumo tal como yo iba entendiendo. Ella sobre todo respondía con monosílabos a las preguntas de Azul, que hamacaba una pierna sobre la otra mientras sus dedos jugaban con el agua.
La cuestión es que Bruno se encontró con un formidable regalo envenenado. Un lugar donde vivir y una renta vitalicia. Por un lado ya no tenía que trabajar para sobrevivir, pero vivía con la culpa de debérselo a su padre, de aceptar que él había terminado por ganar la discusión. Esta contradicción lo había convertido con el tiempo en un ser cada vez más agrio, en un cínico. Y si bien vivía literalmente con un rey, lo hacía con un terrible sentimiento de culpa. Esto explicaba por qué no sólo se negaba a reparar los daños más urgentes en el castillo, sino que para estirar la renta mensual lo alquilaba como escenario de películas porno. Muchos nobles hacían esto para poder conservar y remodelar el bien familiar, pero trataban en lo posible de que el Château no pudiese ser identificado en la película. Para ello, imponían una cláusula que estipulaba que no habría ningún plano general del lugar y se cercioraban de no dejar ningún cuadro u objeto que delatara el origen de los decorados. Bruno, en cambio, hacía lo contrario. Le indicaba sitios en los alrededores para hacer panorámicas, dejaba en la habitación principal (la única en estado de ser mostrada) bien visible el retrato familiar, que quedaba como tela de fondo de los lúbricos ejercicios de los actores. Gracias a la televisión por cable y las parabólicas, la región apareció en el mapa del universo porno, y esto, el pueblo que estaba al pie del valle nunca se lo perdonaría.
En algún momento Azul me tomó de la mano y nos fuimos a dormir.


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30/04/2004

En el castillo




Al principio solo se veía la silueta de la torre frontal izquierda. Se recortaba en la noche detrás de la catedral del pueblo, que estaba al pie del valle. Como no quiero tener problemas con Bruno (por más remota que sea que una de estas líneas le lleguen) no daré el nombre del lugar. Baste decir que se trata de un poblado de unas 500 almas que, en verano, se multiplican por cuatro. Según Cordelia, allí se pueden comprar, en algunas tiendas, unas postales hechas por un fotógrafo amateur que, cada tanto, le vende un retrato del castillo a un errático turista sajón. Esto, y otras cosas, me lo contaría Cordelia sólo más tarde, porque en el coche todos seguían mudos, apenas se escuchaban los blups de las bocas despegándose de los picos de las botellas de champán.
Al parecer, en el pueblo, el castillo se había vuelto un tema de discordia, porque en vez de explotarlo turísticamente, Bruno, su único heredero desde hacía cuatro años, no autorizaba las visitas de turistas ni de nadie, y eso pese a las promesas de jugosas subvenciones que el alcalde y sus secuaces habían sacudido delante de las narices de Bruno. El encono del pueblo había llegado a tal punto que debían realizar las compras en un Carrefour de las afueras porque los comerciantes no los atendían cuando entraban en sus tiendas. Según supe más tarde había también otra razón.
Debían de ser las once de la noche cuando los faros del Jaguar barrieron el portal de la propiedad. De la oscuridad surgieron primero, a un metro del piso, dos ojos amarillos. “Pereira dos”, nos informó Cordelia. Luego de encandilar al dóberman, el haz de luz fue ocupado por un hombre bajito y rechoncho, con un mostacho finito y unos ojos muy juntos. “Pereira uno”, explicó Cordelia. “Pereira uno” era Joao Pereira, el casero portugués que Bruno había heredado con el castillo. Tenía al menos sesenta años y caminaba como si cargara en sus espaldas todo el peso del mundo. Abrió y cerró el portón detrás del auto, sin hacer ningún otro ademán. Por el espejo retrovisor lo vi meterse en una casita de piedra con dos ventanas, supongo que allí vivía.
Esa noche no pude ver nada del aspecto exterior del castillo. Apenas entre los árboles se podía especular sobre sus dimensiones. Una única luz alumbraba débilmente sola una doble puerta de madera de unos tres metros de alto. Ni bien franqueamos el umbral, nuestra vista tuvo que acostumbrarse a la penumbra. Bruno pasó primero, se agachó y algo hizo clic. Un spot tirado en el piso bañó de luz parte del piso de baldosas y una esquina de lo que Cordelia llamó la “sala de los pájaros”. El nombre se explicaba por las pinturas descascaradas que se adivinaban en el cielo raso. El resto del lugar permanecía a oscuras. Desde la última tormenta, el sistema eléctrico se había descompuesto y se usaba lo menos posible.
Llevamos las ostras y las cajas a la cocina, una gran habitación con una cocina a leña que tronaba en el medio de la sala. Mientras descargábamos las cosas prácticamente en la oscuridad, Cordelia apareció rodando en rollers con un gran candelabro en la mano izquierda: parecía la Estatua de la Libertad en patines. Ya con luz, nos instalamos a comer en la cocina. En un momento dado, Bruno pareció preocuparse por algo y dijo “ahora vuelvo”, antes de salir. Mientras, Cordelia nos dijo que sólo el ala izquierda de la planta baja del castillo estaba habilitada, que dado el estado de deterioro del lugar habían clausurado la mayor parte del edificio. En eso, desde el hueco de la puerta, surgió la punta de un pequeño revólver empuñado por Bruno. Fue hacia Cordelia que, restándole importancia al hecho hizo un “no” de reproche con la cabeza. Bruno bajó el arma hasta la altura de un montón de tronquitos acumulados junto a una chimenea y realizó dos disparos. Al estampido le siguió un ruido de maderas cayendo y un “cuic, cuic “ que terminó con el cuerpo de una rata vomitando sangre en el medio de la cocina. Un alarido de Azul acompañó los últimos espasmos del roedor. Cordelia empezó una frase para regañarlo pero, al contemplar la mirada de Bruno, se calló.
Terminamos las ostras hablando primero de los cuadros de Azul y luego de pintura en general. Bruno nos dijo que con la luz del día podríamos apreciar algunas de las telas que le había dejado su padre. “Las que no vendiste”, acotó Cordelia.
Luego del café, cada cual agarró una botella e hicimos una mini visita guiada de la parte accesible del castillo. A la izquierda de la “sala de los pájaros” se abría un pasillo al que daban varias habitaciones y un baño. La mayoría de las puertas estaban cerradas. A medida que nos adentrábamos en las entrañas del edificio, el olor a humedad y encierro se hacía más intenso. Seguíamos a Cordelia, que suspendida a sus rollers avanzaba con el candelabro, que derrama una luz rubia sobre sus pálidas piernas: una imagen que quiero llevarme a la tumba.
Algunas de las puertas estaban cerradas con llaves, y al parecer nadie las tenía y tampoco nadie se interesaba en saber lo que había ahí dentro. Al final del pasillo nos topamos con una puerta más grande que las otras. Cordelia la empujó con la palma de la mano libre y nos encontramos en un patio cubierto de adoquines. Cordelia lo cruzó con dificultad, como si tuviera zancos. Antes de llegar a la puerta del otro lado del patio alcancé a ver un pedacito de luna. Entonces escuché que Azul me llamaba. Había entrado con Cordelia a lo que parecía una pequeña capilla. El altar, algunos cuadros y las estatuas de la Virgen y sus secuaces estaban en perfecto estado, pero lo que llamaba la atención del visitante era la cama King Size deshecha pegada al altar. “Nuestro dormitorio”, dijo Cordelia con una sonrisa falsamente naif.
Volvimos a la “sala de los pájaros”, donde otra fuente de luz había surgido. En una esquina, una luz azul iluminaba la cara de Bruno, sentado en un sillón antiguo. Mira una pantalla de plasma. Le había quitado el sonido. Un hombre negro exploraba con un miembro kilométrico el ano de una rubia. El negro la taladraba y los ojos azules de ella se llenaban de lágrimas, parecían cargadas de dolor. A la fiesta de sumaba un blanco de piel rosada muy gruesa que, por la mala calidad de la filmación, tenía un color sanguíneo, como las manos de un carnicero. Con una mano abría la mandíbula de la mujer y la ahogaba con su pija. Cuando ésta no iba directo por el conducto de la garganta, se perdía en la pared interior de un cachete. Cordelia nos miró y alzó los hombros, como disculpándose. Pero avanzó hasta el sillón, sentándose en las rodillas de Bruno. Este no parecía ya percatarse de nuestra presencia, y deslizó una mano bajo la pollera escocesa de Cordelia, que apoyaba lentamente el candelabro en el piso.
Azul, como si fuera lo más natural del mundo, caminó hasta el candelabro, tomó una vela y dijo “buenas noches”. Bruno, sin despegar la vista de la pantalla asintió, y Cordelia nos dijo “duerman bien, pueden usar cualquiera de los cuartos, el baño está a la mitad del pasillo”.
Le di la mano a Azul como un chico que teme perderse. Cada tanto probábamos una puerta, pero o estaba cerrada o el olor hediondo nos invitaba a seguir buscando. Cuando nos dimos cuenta de que todo parecía estar en el mismo estado de abandono, escogimos una habitación que daba al patio, por lo menos así entraría algo de aire.
Nos sentamos en la cama y ésta se hundió como si el somier no opusiera ninguna resistencia. El colchón despedía un olor pútrido. Azul me pidió que lo pusiéramos en el piso, que no quería dormir en esa cama. Empecé a maniobrar para sacarlo de la cama y me di cuenta de lo borracho que estaba. Se lo dije a Azul, que me respondió que a ella le parecía que la habitación no dejaba de moverse.
Torpemente terminamos de instalar el colchón y nos acostamos mirando hacia el techo. Desde el otro lado nos llegaban los gritos de Cordelia. Parecía que la estaban sacrificando. Por el pasillo rebotaban los ecos de ‘ay’, de ‘sí’, de ‘así’, mezclados con algunas expresiones ininteligibles. Yo me sentía con nauseas y trataba de agarrarme la cabeza para que el mundo se esté quieto.
Quise cubrirme con las sábanas, pero Azul me dijo que eran un asco, que si quería calor ella me lo daría. Su boca y sus manos comenzaron a recorrer mi cuerpo anestesiado, con una brusquedad que no le conocía. Yo también le manoseaba las tetas, trataba de sacarle la ropa, pero liberar cada botón, cada cierre, era una epopeya. Mis manos se cansaron, me dolían. Y ante el entusiasmo de Azul mi cuerpo no respondía. “Yo puedo levantar a un muerto”, me dijo. Necesitó toda la destreza de su lengua y una gran obstinación para conseguir lo que quería. Pero una vez que logró su erección, ésta se prolongaba indefinidamente, alerta, pero distraída frente a sus esfuerzos para alcanzar el éxtasis. Yo vivía todo esto como si le pasara al otro, el alcohol había puesto una barrera entre yo y la realidad. Y la realidad era Azul saltando sobre mis muslos como si en eso le fuera la vida. Por un fenómeno puramente mecánico la descarga de semen terminó inundándola, y si no le gritaba que ya había acabado me vaciaba las entrañas. Entonces, como un soldadito exhausto que ha cumplido una misión imposible, se echó a mi lado.

Continuará...


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